13 junio, 2016

Ángel de la luz, ángel de las tinieblas

Así, con esta doble y enfática denominación se alude a Góngora desde que Marcelino Menéndez Pelayo (Historia de las ideas estéticas, 1940 –Madrid, 1993. I, p. 808–), citando de memoria al preceptista Cascales, ahondara en la presunta diferencia, a la postre inexistente, entre una primera etapa «clara» de la poesía del cordobés y otra de oscuridad impenetrable. Francisco Cascales no habló de ningún ángel, utilizó la palabra «príncipe» («de príncipe de la luz [Góngora] se ha hecho príncipe de las tinieblas», Cartas filológicas, Madrid, 1961, p. 189); pero quizá el lapsus de don Marcelino, más allá de acomodarse mentalmente a una más familiar e incluso más coherente imagen de la lucha radical entre la luz y las sombras, revelaba una inquietud de lector ortodoxo y severamente formado en la tradición escrituraria que no podía acabar de resolver.


El recuerdo insidioso podría estar, pensamos, en el conocidísimo villancico de Góngora –que sin duda don Marcelino se sabía de memoria– «Al nacimiento de Cristo Nuestro Señor», cuyo estribillo reza:
Caído se la ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!
Robert Jammes, en su edición del texto (1980), se alegra de que después de tres letrillas llenas de «complicaciones dogmáticas», ésta, más clara y ligera, demuestre que «en cuanto Góngora logra evadirse de la teología, sigue siendo Góngora». Justo aquí reviviría, pues, el poeta ángel de la luz que aparece para disipar sus propias sombras.

Pero la aludida contradicción que se oculta como un áspid en estos versos y que podría haber afectado a Menéndez Pelayo en un nivel más profundo que el del mero debate sobre el culteranismo es que en la tradición bíblica solo hay un hijo de la Aurora: Lucifer. Y, además, el participio «caído», tan remachado en la estrofa, no hace sino reforzar este fantasma subliminal. A la mente de don Marcelino tenían que acudir volando las palabras de Isaías 14: 12-15: «¿Cómo caíste del cielo, lucero brillante, hijo de la aurora...», con las que se refiere al ángel maldito despeñado en la oscuridad.
Cuando el silencio tenía
todas las cosas del suelo
y coronada de hielo
reinaba la noche fría,
en medio la monarquía
de tiniebla tan crüel,
caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!
No insinuamos que Góngora estuviera llevando a cabo ningún doble juego satánico, Dios nos asista. Y, obviamente, recordamos también que en el Apocalipsis 22:16, Jesús se presenta como estrella del alba («Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana»), lo que impulsa toda una tradición imaginaria de Cristo como luz del amanecer de un nuevo mundo... Pero hijo de la Aurora, caído, solo hay uno: un ángel de la luz, primero, y ángel de las tinieblas, después. Y no es un clavel, precisamente.

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